Doctor Who: Un principio como cualquier otro
El Profesor Abelard Boissieu realizó un nuevo y exagerado pase con sus dedos sobre la cabeza de su joven ayudante, culminado por un repentino agitar de manos en el momento en el que un chasquido eléctrico recorrió toda la parafernalia pseudocientífica que le acompañaba en sus actuaciones. La joven se aseguró de que su temblor fuese visible incluso desde el gallinero. Una sustancia verde y pringosa salió en el momento calculado de la boca de la chica. Ectoplasma, había anticipado el profesor.
El público del teatro se estremeció, y estalló en aplausos.
-Son muchos loj demonios que guecorren nuestra guealidad en estos días aciagos- explicó el espiritista, mientras unos operarios sacaban a la hermosa mujer, cuya melena caía a un lado de manera cuidadosamente distraída-. Nuejtros soldados luchan en mi amada patria, ejta noche pudimos hablar con muchós de los que no gueguesagán. Eg mundó espiguitual vive tiempós convulsos, como el mundo de los vivos. Laj conexionés del magnetismó universal están guevueltas, tiemblá la red etéguea que nos comunica.
Los espectadores asentían a cada palabra. Mesmer había creado toda la palabrería embaucadora y sin sentido, pero Abelard hacía lo más difícil; ponía el acento francés.
El Profesor Boissieu dejó escapar una lágrima efectista, y los asistentes al teatro Haymarket volvieron a aplaudir. Todos menos ese extraño hombre en la tercera fila, que con gesto relajado y divertido, cruzaba los brazos y observaba el espectáculo.
Y en ese momento, en ese preciso momento, la vida del profesor Boissieu cambió para siempre y a un nivel que nunca habría podido anticipar.
-¡Necesitamos su ayuda, Profesor!- había entrado alguien en el escenario. Un hombre de mediana edad y aspecto de obrero se presentaba en escena, llevando en brazos a una joven, casi una niña que por momentos se convulsionaba y por momentos perdía la conciencia. Esa entrada no estaba preparada, y como todo lo inesperado en el fraude, además de inesperado, es peligroso-. ¡Está poseída por algún tipo de demonio!
El Profesor miró a la niña acariciándose su perilla postiza. Su rostro prematuramente envejecido y varias capas de maquillaje le hacían parecer (sólo parecer) más maduro, y más sabio. La pose le permitió ganar la convicción del público y le dio unos segundos para pensar.
-Póngala aquí- ofreció la silla que su ayudante acababa de dejar y tuvo cuidado que no se hiriese con todo el equipo eléctrico que no dejaba de chisporrotear a ritmos regulares-. Necesitamós que esté quietá; el demonío que la posee intentará hacerlé dañó.
No existía tal demonio, lo sabía, sólo la ingenuidad de estas gentes reforzada por la guerra más dura de la historia. Pero si conseguía calmar a la chica, el público londinense le despediría con una ovación, todos recomendarían el espectáculo a sus amigos y él podría ofrecerles un dinero a los padres y la dirección de un buen hospital donde atendiesen a la pobre niña en su locura. Trazó círculos con sus manos ante el rostro de la muchacha e invocó poderes inexistentes.
-Un seg de otro mundó ha tomado posesión de ejte cuerpó- se oyeron chillidos de terror. Una señora se desmayó en el palco-. No lo abandonará si una mente inteligente y bien prepagadá no lo expulsá.
-¡Por primera vez estamos de acuerdo en algo!- gritó el hombre de la tercera fila, que se levantaba de su asiento y subía al escenario de un salto. Demasiadas cosas imprevistas en este número, maldijo el profesor.
-¿Quién ej usted?- le preguntó, cuando ya estaba a su altura y parecía examinar a la chica con una varilla metálica y luminosa.
-El Doctor.
-Le preguntó su nombré, joven, no su tituló.
-El Doctor- insistió, algo molesto, mientras seguía con su examen-. ¡Hacía años que no veía algo así!
Maldito impostor. Ese tipo de chaqueta de cuero y nariz exagerada era tan doctor como él profesor en parapsicología.
-¿Cuál es su análisis, “monsieur Boissieu”?- le preguntó con sorna. Mirando de reojo a su público, retomó sus pases. Pero, entre salmos en mal latín e invocaciones al magnetismo animal, observó algo.
-Su abdomen se tensa exageradamente antes de agitarse. En esa zona tiene la piel de gallina y parece irradiar calor.
El Doctor hizo una mueca.
-Pierde el acento cuando dice cosas interesantes, Profesor- volvió a apuntar su herramienta metálica hacia la chica-. No cabe duda, está aquí dentro.
La chica se contrajo de nuevo, con genuino dolor. El murmullo aumentó entre el público.
-No es una epilepsia normal, ¿verdad?- inquirió Boissieu -. Usted sabe lo que tiene.
-Un Aeimeel- el profesor le miró con extrañeza-. Un parásito interdimensional- “¿perdón?”-. ¡Una cosa peligrosa y ajena! Usted es mesmerista, debería haber notado la fluctuación de campos.
-Soy un mesmerista, o al menos lo fui- reconoció, en voz baja-. Pero esta disciplina es absurda, no es más que palabrería; la ciencia no tardará en desmontarla.
-¡No lo creas! Bueno, sí. Bueno, no. Bueno, dentro de unos años la desmontará, pero otro puñado de años más tarde admitirá que tenía razón, en parte. Un conocimiento inexacto pero bienintencionado; ¿verdad que es humano?
-¿Sabe qué hacer o va a estar toda la tarde contradiciéndose a sí mismo?
-Los Aeimeel son tenaces, calibran sus pulsos vitales con los impulsos eléctricos de la víctima. Eso les hace muy resistentes al destornillador sónico.
Un par de bobbies entraron en el teatro, advertidos por algún espectador. Los padres de la niña lloraban abrazados tras las bambalinas. Abelard Boissieu sabía que sólo tenían unos segundos. Tomó la bobina Tesla con el que creaba ambiente en sus funciones y lo acercó al abdomen de la niña.
-¡Pues descalibrémoslo!
Una explosión por sobrecarga destruyó la bobina. El público gritó y la luz de todo el teatro se fue durante un momento. La chica gritó, se tensó y luego tembló. El Doctor aprovechó para aturdir al Aeimeel con su destornillador sónico, sacándolo del cuerpo de la huésped. Una entidad incorpórea, similar a un rayo estacionario erizado de furia apareció en el escenario. El público chillaba. El Profesor temblaba. El Doctor sonreía.
-¡Fantástico! ¡Has descoordinado su metabolismo del ritmo eléctrico de los humanos! ¡Ella se pondrá bien! ¡Este Aeimeel ya no podrá parasitar a nadie!
-¿Ahora es inofensivo?
El cuerpo cegador de la criatura se alzó y luego se combó hacia ellos. Parecía emitir una especie de chillido casi infrasónico.
-Yo no he dicho eso- matizó el Doctor- ¡Vamos!
Sin pensar en hacia dónde iban, Boissieu corrió junto al Doctor. Los dos salieron del escenario primero y luego del teatro, entre los aplausos de los espectadores que no se habían desmayado.
-¡Eso no era un truco!
-Créeme, lo sé. A menos que sepas reproducir un Aeimeel de la galaxia Hai´H´keH con cable invisibles y una linterna mágica.- los dos hombres giraron una esquina introduciéndose en una húmeda callejuela londinense.
-¿Aeimel?
-Aeimeel, mejor dicho. ¿Tienes algún problema en la laringe? La “e” es alargada. Y sí, son tan peligrosos como parecen.
-¡Pero hemos dejado a toda esa gente allí- se detuvo el profesor-. Son inocentes. Crédulos, pero inocentes.
-¿Dije que los Aeimeel son peligrosos? Debí añadir que son vengativos- explicó el Doctor-. No puede parasitar a nadie, así que no hará daño a nadie contra el que no tenga nada personal.
Se oyó el grito de un hombre y el relincho de un caballo. El callejón se iluminó del azul brillante de la criatura.
-De hecho, a los únicos a los que tiene interés en matar es a nosotros.
-¿A nosotros?
-¿Cuántas veces habré dicho esto en mi vida?; ¡CORRE!
Sin entenderlo siquiera, la pareja atravesó dos manzanas, esquivando viandantes, oyendo las sirenas de los bomberos y la policía y haciendo por no ver la luz azul que alargaba su sombra y parecía cada vez más cercana. Boissieu se dejó arrastrar al interior de una gran cabina azul de madera. El Doctor se abalanzó sobre una consola en medio de la sala y pulsó una serie de palancas en orden aparentemente aleatorio.
-¿Qué demonios?
-Estamos viajando- suspiró al fin-, ya no hay peligro de que nos alcance. A menos, claro, que se esconda los siguientes siglos dentro de una pila hasta que aparezcamos- el profesor se quedó quieto en la entrada, con la mandíbula desencajada- Pasa. ¡Fantástico! ¿verdad? No te dejes engañar por esas palancas, los pedales y todas estas clavijas sin utilidad evidente; estás ante la mayor obra de ingeniería del universo. Y además es muy sensible. Una dama milenaria y encantadora. Te presento a la TARDIS, mi vieja y querida TARDIS. No me mires así, está decorada por un soltero que vive solo, ¡ah! Es por el tamaño. Sí, es algo más grande por dentro que por fuera, ¡y todavía no has visto la biblioteca! Tengo casi 900 años y soy un Señor del Tiempo, el último de una raza que recorrió los ríos del tiempo como un salmón nadando contra corriente… vale, no es una analogía muy impresionante, ¡pero mi trabajo es fabuloso! Piensa en todas las galaxias del Universo. Calcula los miles de millones de Soles que hay en cada una de ellas, y los mundos que orbitan a su alrededor. ¡Multiplícalo por la edad del Universo y ese es el número de lugares a los que nos puede llevar la TARDIS!
-¿Qué demonios?- repitió el profesor Boissieu. “Aunque profesor Boissieu no es, obviamente, tu nombre”-. Cierto, perdón. Soy Abel Amarelo; el profesor Abelard Boissieu es sólo la persona que me da de comer. ¿Y tu nombre es?
-El Doctor- el viejo señor del tiempo no entendía porqué a la gente le costaba tanto entenderlo-. Será mejor que te quedes en la TARDIS, al menos un tiempo. Si vuelves a tu Londres, ese Aeimeel te estará esperando.
-¿Mi Londres?
-Ahora viajas hacia el futuro. Siempre lo has hecho, en realidad, pero ahora lo haces más deprisa.
Demasiadas cosas para asimilar. Y aún faltaba una más.
-No gue hagas ningún cajo- una chica de poco más de veinte años entró en la sala. Vestía un amplio pijama de hombre, un albornoz, y, Abel tuvo que mirar una segunda vez para confirmarlo, unas zapatillas con forma de conejitos. Se estaba lavando los dientes y por el desbarajuste de su peinado era evidente que se acababa de levantar-. No viaja golo; ¿con cuántas mujerej haj viajado? Sigo encontrándome suj cosaj de veg en cuando. Cuando yo me vaya, te asegugo que lo dejaré todo bien recogido. Y la decogación… yo le guecomendé el coral. A todo ejto, ¿dónde haj estado?
-Nos hemos enfrentado a un Aeimel – explicó Abel, con la torpe intención de implicarse en la conversación.
-¿Un quéjj?- preguntó ella, mirando una legaña que acababa de limpiarse.
-Un Aeimeel – aclaró el Doctor-. No alarga suficiente la “e”.
-Debe tenej algún problema en la laguinje ¿Y poj qué no me haj despejtado?- le echó ella en cara.
-Se trataba de un asunto sin importancia- explicó el Señor del Tiempo-. No quería molestarte por una minucia.
-¡¿Minucia?!- tuvo que intervenir Abel. La chica no parecía impresionada y se rascaba su desordenada melena rizada.
-Viveka, hemos viajado por millones de galaxias e incontables siglos-se puso severo el Doctor-. Has realizado ante mis ojos proezas y muestras de valentía que incluso a mí me sorprenden; ¿tan difícil sería para ti lavarte los dientes en el cuarto de baño?- la mujer se encogió de hombros e hizo un ademán de escupir la pasta de dientes-. ¡Ah, ah, ah! ¡Ni se te ocurra!
A regañadientes, Viveka se dirigió a la puerta de la TARDIS. Al abrirla, una miríada de colores en formas incomprensibles pasó ante ellos, iluminando la estancia con tonalidades nunca vistas por un hombro. Escupió.
-¿Dónde he escupido?- pensó de repente Viveka.
-En algún momento y lugar de la década de 1980.
Ella casi respiró tranquila.
-No te atreverás a decirme que esa década no se lo merece.
-Viveka, te presento a Abel Amarelo, un simpático embaucador de principios del siglo XX. Finge percibir regularidades en los campos magnéticos, utiliza un vocabulario cargado de esdrújulas y cobra precios abusivos. Pasará un tiempo con nosotros.
-¿Has de traer a la TARDIS a toda persona que no tenga nada mejor que hacer con su vida?- bufó la mujer, arrugando su pecosa nariz.
-No, sólo a vosotros dos- respondió el Doctor de buen humor-. Abel, esta es Viveka Krause. La rescaté de la década de 1990 en una línea temporal alternativa que me encontre obligado a cerrar, lo que la habría erradicado del continuo espacio-tiempo… Es una larga historia.
-¿Vienes del futuro? ¿Y cómo es?- Abel había vivido demasiado de la Gran Guerra como para pensar que realmente había un futuro- ¿conseguimos salir de toda esta locura de la guerra?
-¿El futuro? Es un lugar espantoso. La gente nace en probetas, el Sol brilla con menos intensidad y los cachorritos ya no son tan monos. Y aún no te he hablado del reggaeton.
-Como ves, Viveka es una persona estupenda. La llevo conmigo porque es buena regateando en los mercadillos- el Doctor y Viveka se dirigieron una mirada de falsa enemistad-. Bueno, ¿contamos contigo?
Abel Amarelo no dejaba a nadie atrás. Un embaucador no tenía ataduras, y sí muchos motivos para huir. Pero lo que se proponía estaba por encima de todo sentido.
-¿Me estáis proponiendo que viaje con un alienígena milenario y con una excéntrica en pijama en una especie de… excusado azul?
-¿Excéntrica?
-No soy milenario. Ni siquiera tengo 900 años. Deberías cuidar tus palabras, soy muy sensible con el tema de la edad.
El único sonido que Abel pudo modular fue un torpe tartamudeo.
-¿Eso es un sí? ¡Fantástico! Aquí hay sitio para ti, si tienes disposición para el trabajo y buenas piernas para correr. Te buscaremos una habitación, y ya encontraremos tiempo para conseguirte más ropa. Del mismo estilo, me encanta tu estilismo. Ahora agarraos donde podáis, salimos ahora; hay un lugar que quiero enseñaros.”