Salís de entre los árboles y agitáis los brazos, gritando para aseguraros de que el barquero advierte vuestra presencia. Parece que lo conseguís, porque la barca se detiene y un hombre arrugado, embozado en un impermeable y con una colilla de cigarrillo apagada colgando de su labio extiende su pequeño farol hacia vosotros.
-Arratsalde on.- dice, extrañado. Al menos ya tenéis claro que estáis en el País Vasco.
-Buenas noches, señor- dice Julián-, ¿sería tan amable de acercarnos a la ciudad?
-¿A qué ciudad?- pregunta, con un español precario-. ¿A Irun?
El enfermero se apresura a asentir, como si hubiera otra opción. El buen hombre recoge sus útiles de pesca para dejaros sitio, y subís a la barca, que cruje y zozobra bajo vuestro peso. El pescador comienza a remar, mirándoos con extrañeza.
-Ustedes no parecen de aquí.- dice finalmente. Julián asiente con una sonrisa.
-No sabe usted hasta qué punto.
-Somos de Santander- interviene Amelia-. De viaje a Francia… a gestionar unas compras para nuestra empresa familiar.
-Ya- masculla el hombre, poco convencido. Tarda un par de brazadas en atreverse a preguntar-. ¿Y qué hacían ustedes en Konpantzia?
-Nos quedamos varados.- señala lo evidente Alonso, sin querer añadir una sílaba de más. Por fortuna, vuestro samaritano parece hombre de pocas palabras y acepta la discreta respuesta.
-Son raros ustedes, pues- dice por fin-. Está claro que son de Santander.
Tras un viaje corto pero incómodo, el pescador os deja en la orilla de Irún, sin haceros más preguntas y aceptando con un gesto desganado vuestra gratitud.