-Soy débil, padre, he pecado.- repasas mentalmente algunos pecados reales y otros fingidos, pensando cuáles confesar.
-¿Son graves tus pecados, hijo?
-Terriblemente. Comí carne en Jueves Santo.
El cura gruñe incómodo, sin captar aparentemente tu ironía.
-Santificarás las fiestas, hijo mío. Has de respetar los sencillos preceptos de la Fe para conseguir el eterno paraíso que se nos ofrece a cambio. ¿Y pecados de carne, hijo?
-Ya le he dicho- te haces el tonto-. En Jueves Santo.
-La otra carne, hijo.- matiza, desagradablemente comprensivo.
-Últimamente más de pensamiento que de acción, padre.
El confesor niega con la cabeza.
-Ni lo uno ni lo otro, hijo mío. ¿Algo más con lo que quieras ponerte en paz con Dios?
Enumeras alguna minucia más, aprovechas para desahogarte sobre tus jefes y tus horarios -“un trabajito rutinario, dijeron, y no sabe lo que nos está costando y suponiendo”- e intentas regatear algún padre nuestro de penitencia. Cuando acabáis, sin que el sacerdote disimule su bostezo, se despide de vosotros y salís.