La sensación al llegar al carrer de Roses es la de haber atravesado la frontera de un mundo cínico y surrealista. En lo que hasta hace unas horas era un barrio humilde de trabajadores se levantan ahora barricadas y se vuelcan tranvías. En las escalinatas de una iglesia hasta ayer frecuentada y respetada, ahora se agolpan ataúdes abiertos y carcomidos, exponiendo las momificadas reliquias de lo que fueron monjas y sacerdotes, con sus mandíbulas abiertas y sus cuencas vacías expuestas a pleno sol.

-Jamás, ni en ninguna guerra, vi tal profanación.- se santigua Alonso.

-La población civil barcelonesa protestaba por los focos de infección que podían ser los cementerios de las iglesias- explica Amelia, sin justificar-. Los religiosos eran enterrados en plena ciudad, mientras los simples seglares eran sepultados lejos de ella.

Los alzados, aprovechando un momento de tranquilidad en los enfrentamientos, pasean con sus familias con naturalidad ante los despojos humanos. La normalidad con la que presencian los cadáveres resecos os estremece. Vuestra agitación aumenta cuando veis a unos jóvenes, poco más que niños, bromeando ante los cadáveres de unas religiosas. Uno de ellos, escaso de luces, toma uno de los cadáveres y comienza a bailar con él en medio de la plaza, ante el aplauso de sus compañeros.

-Habrase visto- bufa Alonso, atribulado-. Ese necio necesita una lección, y como que hay Dios que yo se la daré.

Julián le detiene, agarrándole del brazo.

-¿No ves que es un deficiente mental?

-Muchos como él he conocido- asegura el andaluz-, y sabían mostrar el debido respeto a sus padres, a su fe y a sus muertos.

-Disculpe, caballero- Julián se acerca a un hombre sentado al sol, que aprovecha las últimas caladas de lo que queda de un cigarrillo-. Buscamos al profesor Ferrer i Guardia, ¿sabría decirnos dónde encontrarlo?

Es una suerte que vuestro objetivo sea una pequeña celebridad en la ciudad.

-Me han dicho que ha estado muy activo esta jornada- responde, desechando por fin la colilla-, pero no le he visto. Roger, ese chico de la gorra roja, me ha contado que ha estado con él.

Le dais las gracias y os acercáis al tal Roger. Es un joven alto, delgado y no demasiado agraciado, que encabeza la construcción de un parapeto a pesar de su pronunciada cojera. Antes de que lleguéis a su altura, la plaza estalla en gritos.

-¡Viene el ejército!

En efecto, un escuadrón cerrado de soldados de uniformes grises desciende calle abajo hacia la plaza en la que os encontráis. Se oyen los primeros disparos, que impactan contra los muros de ladrillo de las barricadas. Roger se atrinchera, y espera a los soldados sin más arma que un adoquín en la mano.

-Llegamos en el peor momento- apunta Julián-… otra vez.

-Estamos demasiado cerca- dice Alonso, acostumbrado al silbido de las balas-. No podemos desaprovechar la oportunidad.

-Es demasiado arriesgado, Alonso.- le dice Amelia. Con todo, sigue siendo una opción.

-¿Os acercáis a Roger?

-¿Huís de la plaza?