El puente sobre el río Arlanza. No mentían los reclutas. Durante una extenuante jornada acarreas maderos, levantas maderos y clavas travesaños, viendo, entre jadeos y sudores, cómo el puente se levanta a ojos vista. Un flujo constante de camiones militares traen la madera necesaria para la edificación, y los obreros la distribuís a lo largo del medio centenar de metros del puente. Los capataces son más considerados con los trabajadores civiles, pero los oficiales que dirigen la construcción son duros e inflexibles con la soldadesca. Curiosa forma de nueva esclavitud esta de la milicia obligatoria. Tus compañeros no te reprochan el “trato de favor” que recibes y no te regatean ni un sólo sorbo de agua ni permiten que sufras un esfuerzo que no sea compartido. La camaradería que surge del trabajo duro, como la que emana del fuego de la guerra, es rápida y honesta.
Llevas ya horas de jornada cuando unos gritos y un estrepito te apartan de tu trabajo. Unos maderos se han precipitado de una polea mal asegurada y han golpeado uno de los pilares del puente, que ha caído atrapando la pierna de uno de los jóvenes. Arrojas tu equipo y te lanzas a ayudar, viendo la desagradable imagen de los maderos de la construcción oprimiendo dolorosamente la extremidad y cómo sus huesos se han quebrado mostrando una espeluznante fractura abierta. El recluta, un simpático mallorquín con el que has intercambiado algunas palabras de aliento a lo largo del día, grita y llora sin consuelo y sus compañeros se ven incapaces de ayudarle.
-¿Utilizas las herramientas a tu disposición para hacer palanca y liberar al soldado?
-¿Subes a uno de los camiones para arrastrar la viga que le atrapa?