El equipo llama a la puerta, para comprobar que está abierta y cuelga apenas de un gozne.

-Entremos.- dice Amelia. Alonso se asoma.

-¡¿Hola?!

Silencio, oscuridad y vacío. Una voz cascada responde desde lejos.

-¡Suban!

Alerta, el equipo sube por las escaleras. Una rata chilla asustada. El frío se cuela en el interior de una casa que parece al borde del derrumbe. El la planta de arriba ven la luz trémula de una lámpara de aceite, iluminando el trabajo de un hombre famélico que trabaja encorbado y ansioso sobre su escritorio astillado. En la habitación gobierna la miseria y el desorden de papel barato. Sobre la mesa, un voluminoso manuscrito. Sin duda, son Avellaneda y su Quijote.

-Venimos en representación de un importante editor- inventa Julián, con un deje de lástima al hablar-, a cuyos oídos ha llegado la noticia de que se ha escrito una audaz continuación de cierta obrilla popular.

Avellaneda se gira y clava en ellos una mirada demente.