No os movéis un centímetro mientras el guardia civil os alcanza. Sin mediar palabra, más llevado por sentirse superado por la situación que por un abuso de poder, levanta su fusil y os apunta.

-Alto, identifíquense.

Le miras con fingido espanto.

-¿Acaso hemos cometido alguna ilegalidad por estar aquí, agente?

-¡Vosotros ya sabéis qué ilegalidad habéis cometido!- por su tartamudeo, decides que él no tiene para nada claro de qué se os acusa, ¿recibe órdenes, acaso?.

-Somos de Valencia, vamos de paso hacia…

-¡Silencio!- interrumpe-. ¡De rodillas, ahora!

Está claro que no se puede hacer nada no ya para convencerle, sino para tranquilizarle, y así lo piensa Alonso, que acerca inadvertidamente su mano a su pistola para pillar por sorpresa al guardia civil. Pero habéis perdido mucho tiempo y ya es demasiado tarde.

-¿Algún problema, agente?- los americanos, subidos a sus modernos jeeps, se ponen a vuestra altura. Uno de ellos, en un español con un fuerte acento, sale del vehículo y se aproxima a vuestro perseguidor. En el todoterreno, tres marines, fusil en ristre, os miran agresivos sin entender una palabra de lo que se dice.

-Unos fugitivos de la ley española- explica-. Puedo manejarme con ellos.

El marine asiente, pero con un gesto que se asegura que veáis, acaricia su pistola y retira el seguro. No podéis hacer nada. Levantáis las manos y sois conducidos al cuartelillo de Palomares. Vuestra esperanza es que el Ministerio del Tiempo descubra qué os ha ocurrido y envíe a alguien a rescataros. Hasta entonces, sólo podéis esperar.