La marcha hacia la bomba que cayó al oeste se hace complicada por el terreno escarpado y áspero, y teméis llegar demasiado tarde. De diferentes lugares se elevan columnas de humo negro y la atmósfera huele a combustible quemado. Al ascender un pequeño alcor observáis un escenario espantoso. Ante vosotros arden multitud de piezas del fuselaje de los aviones. Uno de los motores a reacción del bombardero atruena, aún encendido, y crea una potente corriente que absorbe las fumarolas de los restos.
Aparatos voladores capaces de destruir ciudades enteras- bisbisea Alonso, alterado-. Este es el precio de pactar con el diablo.
Estáis a punto de eludir la zona, cuando Julián ve algo.
-¡Mirad!- todos se giran y ven, con el paracaídas enredado en las ramas de un árbol muerto, yaciendo casi desmayado a uno de los pilotos. La fuerza de la turbina parece querer arrastrarlo, y con sus mínimas fuerzas el americano es incapaz de liberarse-. ¡No podemos dejarle allí!
-O sí- siente decir Amelia, afligida-. No podemos cambiar la Historia.
-¿Por qué no?- dice Alonso-. El futuro no cambiará por rescatar a ese joven osado.
-Nos pondremos en peligro, perderemos un tiempo valioso y seguramente enfureceremos a Salvador- anticipa Julián-, pero, ¿no es eso lo que hacemos siempre?