La garrafa es pesada, pero reúnes tus fuerzas para conseguir cargarla y arrastrarla hacia el vehículo. Vacías su contenido sobre el vehículo, reservando los últimos litros para empapar el interior y los asientos. Con cierto placer inconfesable arrojas una cerilla encendida dentro del coche, que se enciende como una tea, dándote el tiempo justo para esconderte tras una esquina antes de que los secuestradores, apercibidos por el fuerte olor a gasolina en combustión, salgan del chamizo desatendiendo su labor de guardianes. Te deslizas por la puerta que han dejado abierta y localizas a Julián y a Alonso, maniatados pero de buen humor desde que adivinaron que eras tú la que había provocado el incendio para distraerles.

-¡Rápido!- apremias-. ¡He quemado su coche para tenerles entretenidos!

-Era un buen coche- protesta desagradecidamente Julián, mientras le desatas-. ¿No había otra manera?

-¿Tú lo habrías hecho de otra forma?- le reprendes. Julián se encoge de hombros.

-Sólo digo que era un coche bonito.

-Dejadlo ya- os reprende Alonso, recuperando su equipo-. Salgamos de aquí y regresemos al punto de caída de la bomba: no les distraeremos mucho tiempo más.