Amelia encuentra al literato en un luminoso patio interior, mirando sus plantas con gesto de melancolía. Embebido en sus pensamientos, Lope, que ahora tendrá unos cincuenta años, alza la mirada y se encuentra con la de Amelia. Iluminada por el sol y con una sonrisa esplendorosa, casi se le antoja una visión.
-¿Amelia? Cielo santo. Por fin el buen Dios me lleva a su lado, sino, ¿cómo ibas a volver a mi lado, tan idéntica a ti misma que ni una arruga te ha profanado?
La impetud juvenil y la sobria madurez que conoció en Lope se han tornado en sabia serenidad, tal es como ha visto la mujer envejecer a un genio ante sus ojos.
-Es extraño que me hable de eterna juventud alguien que es inmortal.- observa Amelia, ruborizada. Lope le ofrece un asiento y se sienta a su lado. Con respeto y veneración toma le toma una mano entre las suyas. Casi como si no quisiera que la aparición se desvanezca.
-La fortuna ha querido que me encuentres aquí- dice Lope-. Te sorprenderá saberlo, pero me ordeno sacerdote en unos días.
Amelia le mira con ternura.
-Lo sé. Han sido malos años.
El poeta asiente.
-En los hábitos buscaré paz o respuestas a las pérdidas que me han asolado. Pero explícame qué haces aquí. ¿Eres recompensa divina por el giro que voy a darle a mi vida?
-Mayores recompensas merecerías- admite ella.- He venido para hacerte unas preguntas. Que las respondas es importante para mí y para la organización a la que represento.
-¿Conocéis, qué sabéis y qué opinión tenéis de don Miguel de Cervantes?
-¿Habéis oído hablar de un tal Alonso Fernández de Avellaneda?