-¿Tienen interés en mi libro?- dice Avellaneda. La locura rezuma en sus palabras. Sonríe desquiciado y devuelve su mirada a su creación-. Es una obra que divierte al lector y castiga al difamador.

La patrulla no puede decir una palabra cuando ven al llamado Alonso Fernández de Avellaneda. Al enemigo de Cervantes. Al que se sintió ofendido y el que difamó. Es alto, anciano y delgado. Sus ojos, muy abiertos y vidriosos, os miran desde la locura. Su nariz es aguileña; sus facciones, muy finas y marcadas, casi cinceladas por su extrema delgadez. Su pelo es cano, ralo y desgreñado, y su bigote y perilla son largos, apuntados y descuidados. Viste una larga camisola raída y cargada de suciedad. Al levantarse, con gesto histriónico y teatral, levanta una espada oxidada y apunta al grupo con tanta determinación como temblor en sus miembros.

-Quien lea este libro hallará la calidad de un Homero con las miserias de un Diógenes y la locura de la hibris. Con lo que ese perro judío de Cervantes mancilló será aquí justamente mancillado.

Responderé a su insulto con mi burla, con literatura a sus ofensas. Miguel de Cervantes, el mal amigo con piel de cordero, el que escucha con la sonrisa y difama con la pluma será recordado como el difamador burlado. Y será de él de quién se rían ahora. Y yo, al que llamó “el último caballero”, “el último de los clásicos”, dijo, será realmente el último que reirá.

La figura patética fuerza sonoras carcajadas, pero rompe al final a llorar. Sus lágrimas emborronan la última página de una obra tan despreciada como indispensable. Avellaneda acaricia las páginas con la ternura de un padre hacia su hijo, y casi surge una sonrisa en sus labios.

-Don Alonso- dice su tocayo. Los ojos de Amelia están enrojecidos. Este es uno de los contados momentos en los que Julián no sabe qué decir-. Usted conoció a Miguel de Cervantes

-Yo estaba a su lado cuando fue herido en Lepanto- sus ojos se enternecen cuando escuchan ese nombre. Cervantes-. Coincidimos en galera sometida, y derrotados y bajo grillete recalamos en Argel. Nuestra prisión fue la misma, e la misma nostra desesperación. Ayudé al joven Miguel en su pena. Cuando el látigo dejaba nuestra espalda en carne viva, le contaba las maravillosas andanzas de Amadis de Gaula. Cuando el forzado trabajo bajo el sol moro nos hacía desmayar, yo le infundía ánimos contando las gestas de Felixmarte de Hircania. Cuando intentaban hacernos abjurar de la Fe aútnetica y nos despertaban los cantos de los minaretes, yo le recordaba las historias del español Cristalián. Si los dos llorábamos bajo las estrellas pensando que nunca veríamos el cielo español, me pedía que le relatase las épicas correrías de Lidamor y de su amor a la infanta Alisa, y él encontraba consuelo. Le hablaba de esos tiempos de caballeros, esos siglos de honor y justicia, de mujeres castas y fieles, de hombres sin mácula moral ni tentación capaz de sojuzgarles. Le hablaba de la necesidad del regreso de los caballeros de novelas y cantares de gesta, de la vuelta de ese mundo de magia y pureza de Filorante o de don Philebián de Candaria, y él cerraba los ojos y escuchaba sonriendo.

Avellaneda parece haber vuelto a ese Argel, a esos barrotes. Un tiempo en el que no existía la libertad, pero en el que aún había esperanza y amistad.

-Cervantes puso en su segunda novela nombre a don Quijote- recuerda Amelia, en voz baja y tomada-. Alonso. Alonso era también el nombre de Avellaneda. Siempre creí que se trataba de una coincidencia.

-Cuando tras años cargado de grilletes- continua Avellaneda, alzando la voz y el puño- regrese a mi patria encontré, en manos del vulgo, un mal libro que humillaba el honor y la caballería. En sus páginas se hacía burla y escarnio de todo cuanto amo, defiendo y reivindico. Lo firmaba- casi crei morir al leerlo- ese compañero de barrotes que tantas noches me pedía que le repitiese relatos caballerescos y de aventuras… para luego humillar con su patético hidalgo a ese pobre confiado que aún creía en esas cosas.

Alonso de Entrerríos se arrodilla ante el viejo y dulcifica la voz con una sonrisa tierna en los labios.

-Pues confíe vuesa merced en este humilde siervo suyo y de la patria y permitame que lleve este volumen en el que con tan buenas palabras vuelca usted sus emociones, su sabiduría y su venganza, a un editor de buen criterio amigo mío. Es hombre docto, aficionado como yo a las historias de valentía y honor, y sabrá hacerlo llegar a todos los rincones del Imperio.

Avellaneda le mira con melancolía, y en los ojos sinceros del viajero del tiempo cree ver honestidad. Su mano huesuda le extiende el libro que tan sentidamente había escrito, y tan celosamente había guardado.

El hombre que se hace llamar Avellaneda parece desinflarse, perdiendo una vez su labor está hecha los últimos restos de su fuerza

-Seré recordado, ¿verdad?- musita, suplicante.

-Publicad este libro y nadie olvidará nunca al hidalgo honrado y caballeresco enamorado del honor y la valentía.- promete Alonso, agarrando su mano. La triste figura se levanta torpemente y se echa sobre su lecho de paja mohosa. Su voz débil e intraducible narra historias y escenarios incomprensibles.

Al abandonar al desdichado encogido en su catre, Julián le pone la mano en el hombro a su amigo.

-Dice mucho de ti que hayas sabido tener piedad de la persona a la que perseguíamos con desdén.

-La misma piedad que mostró Cervantes por este pobre hombre- explica-. Cuando se fijó en el que luego se haría llamar Avellaneda, vio la desgracia de un hombre bueno, valiente, honesto, y a su manera, demasiado cabal, en un mundo egoista y despiadado. Siento con toda mi alma que Avellaneda no lo haya visto así, pero la novela que creó Cervantes inspirándose en él nunca fue una burla, sino un canto de amor y admiración. Porque Don Quijote de la Mancha nunca fue un loco. Don Quijote fue un soñador.

Alonso de Entrerríos aferra con fuerza el Quijote de Avellaneda. Al día siguiente lo entregarán al editor Felipe Roberto, y en sus imprentas se fraguará el germen de la novela más importante de la Historia.

FIN