-Es cierto, es cierto, esta ciudad fue campo de batalla en la moderna cruzada- dice el cura, acariciándose su perilla mal afeitada.

-Es posible que podamos, en la medida de nuestras posibilidades, paliar las penurias de estas buenas gentes.

El sacerdote tiene que reprimir su impulso de relamerse ante esta posibilidad.

-Algunas cristaleras de la iglesia fueron dañadas por la metralla y aún no se han restituido. A nuestro Cristo le vendría muy bien un barnizado- enumera-. Y humildemente no he renovado mis sotanas desde el sagrado 18 de Julio del 36.

Julián finge hacer nota mental de cada “necesidad”, entre las que no se encuentran por supuesto atender al hambre y las miserias que, como en cada calle de cada ciudad española, asolan Irún.

-¿Nos recibiría mañana a esta hora?- demora con aparente inocencia Julián-. He dejado mi chequera en el hostal. Ahora, si nos da su bendición, deberíamos volver a nuestros quehaceres.

El cura dibuja en el aire una cruz con un movimiento de sus dedos cuando ya le habéis dado la espalda. No habéis sacado nada en claro de este encuentro, pero al menos no habéis despertado innecesarias sospechas en los afines al régimen. Debéis encontrar la forma de volver.