En unos años en los que las instituciones tenían la autoridad que guardaban estos años, se te antoja una buena alternativa acudir al ayuntamiento. Corres por el pequeño consistorio y abres de golpe la puerta del despacho del alcalde, que estudia unos papeles sentado bajo un desproporcionado retrato de Franco. Sorprendentemente no se ha enterado de lo que ha ocurrido en el pueblo y dedica toda su atención a impuestos municipales y presupuestos.

-¡Señor alcalde!- le haces saltar en su asiento-. ¡Dos aviones se han estrellado sobre el pueblo y restos del accidente han caído en mitad de la plaza!

El munícipe se levanta de un brinco.

-Si es alguna clase de broma…- amenaza. Te sigue con la velocidad que le permiten sus cortas piernas, las mismas que le fallan al llegar a la plaza y ver el alcance del desastre. Una bomba nuclear yace deshecha rodeada de curiosos. En el cielo aún se alzan dos columnas de humo negro donde un momento antes volaban los aviones norteamericanos.

-Santa María, Madre de Dios.-brama, píamente. Le apremias para que no pierda ni un minuto.

-Esa gente se está exponiendo a un gran peligro tan cerca de la bomba- le sacas de su estupor-. ¡Haga que se alejen!

Intentando salir de su estado de shock, el mandatario local se aproxima al corrillo de metomentodos agitando sus brazos.

-¡Volved a vuestras casas!- clama- ¡Esto es un peligro para todos nosotros!

-Pero, alcalde,…

-Ni peros ni peras, Darío- argumenta eficazmente-. Te vas a tu puta casa y te alejas de esa cosa, no vengan los americanos a pedirte cuentas.

Los aludidos agachan la cabeza y vuelven a sus asuntos. Sigue adelante.