Los americanos os llevan en un jeep a la playa, donde han empezado a instalar un amplio campamento con enormes tiendas de tela marrón. Veis vehículos aparcados por doquier, y a atareados militares recorriendo la zona, muchos de ellos con un equipo antirradiación del que -podéis saberlo- los españoles que colaboraron en la limpieza no dispondrán.
El oficial os indica la dirección, y sus soldados, a punta de fusil, se aseguran de que obedecéis sin demora. Os han arrebatado vuestro equipo, y os aterra pensar qué supondrá para la historia si no conseguís recuperar los teléfonos móviles, el arma de Alonso o las medicinas del siglo XXI de Julián.
Os llevan a una tienda que sirve de improvisado calabozo, cerca de la misma orilla de la playa, y dos guardias quedan apostados en la puerta, sus siluetas recortadas sobre la basta tela. Al quedaros solos podéis hablar al fin.
-Que me retengan así en mi propio país soldados de patria ajena- maldice Alonso-. ¿Y decís que estos americanos se hacen llamar amigos?
-No menosprecies las ganas de un dictador de aferrarse al poder- dice Julián, cínicamente-. ¿Qué hacemos para salir de aquí?
-Podría fingirme enferma, atraer su atención y daros una oportunidad para que les arrebatéis las armas.- sugiere Amelia. Julián niega con la cabeza.
-Vienes del siglo XIX, Amelia. Esa estrategia es viejísima.
-Quizá no tanto para ellos.- replica la universitaria. Alonso pide calma.
-Han construido estas tiendas a toda prisa- apunta, con calma-. Dejadme a mi, no sería la primera vez que escapo de las garras de unos protestantes.