Os cuesta forzar la puerta al otro lado, pero finalmente cede, levantando una nube de polvo y dejándoos entrar en lo que parece una pequeña tienda de moda. Fotos amarillentas de elegantes vestidos cuelgan de las paredes y maniquíes desvestidos se exponen ante un escaparate cubierto de mugre.

-Lleva abandonado mucho tiempo.- observa Alonso, pasando un dedo sobre la capa de polvo que cubre el mostrador. Julián observa la oscuridad absoluta a través de la puerta que habéis atravesado.

-Es milagroso que nadie encuentre estas puertas por casualidad.

Amelia se dedica a mirar los cuadros de modelos que cubren las paredes.

-Por el estilo de la moda, debemos estar a principios del siglo XX. No muy lejos de mi época.

Alonso encuentra un viejo calendario enmohecido.

-1906- señala el año-, pero sepa Dios cuánto lleva esto aquí.

-Descubrámoslo.- decide Julián, abriendo la puerta del establecimiento cerrado y cediendo el paso a sus compañeros. Siendo la primera en salir, Amelia se encuentra junto a un puerto concurrido. Un enorme barco de chimenea humeando toca su bocina, acallando el grito de las gaviotas. Una gran sonrisa se le dibuja en la cara al reconocer ese muelle, esas calles, esa inconfundible estatua subida a una alta columna.

-Barcelona- respira profundamente-. Estamos en mi ciudad.

A pesar de que a diario regresa a su hogar, son pocas las veces -y no las más agradables- que una misión la ha traído a su ciudad natal. Bulliciosa, culta, abierta al mar, una de las urbes más importantes y hermosas de Europa les recibe, como siempre, con los brazos abiertos.

O quizá no.

-Algo está pasando, Amelia.- advierte Alonso, poniéndole una mano en el hombro. Al girarse, la catalana ve como la gente corre por las calles o se esconde en sus casas. La guardia civil persigue a todo el mundo sin hacer distinción y golpea con sus porras a los rezagados. De más de una decena de focos en toda la ciudad ascienden oscuras columnas de humo. Barcelona está ardiendo.

-Dios mío- dice Julián-, ¿qué es lo que está ocurriendo?